En pleno mes de agosto y con un calor
sofocante, me viene a la mente una anécdota veraniega curiosa que me apetece
contar.
Hace años, un compañero de trabajo de mi
marido, nos invitó a comer una paella en su casa de campo; asimismo a mis
cuñados y otro matrimonio joven, cuatro parejas exactamente.
Los dueños de la casa, tenían un pequeño
huerto donde plantaban verduras y hortalizas, por consiguiente, las verduras
para la paella se cogían allí mismo.
Llegó la hora de preparar la paella y
cuando ya estaba a medio hacer, la dueña agregó los caracoles que se
encontraban en un recipiente aparte. Al echarlos, yo no lo ví, y menos mal que
no lo ví, pero mi cuñada sí, y más tarde me contó que fue un poco desagradable
para ella. Cuando ya habíamos terminado de comer esa paella tan “especial”, los
que no sabíamos nada, claro, porque mi cuñada ni la probó, entonces llegaron
las pastas dulces y el café hecho en cafetera. Yo, por entonces, lo mismo me
tomaba una taza o dos de café, pues no me desvelaba para nada. Al tomar mi
café, yo notaba que entre el paladar y la lengua había algo aterciopelado, y como no sabía qué era decidí echarlo fuera;
fue entonces cuando al escupir, me di cuenta de que era simplemente: una mosca.
A mí se me revolvieron las tripas, pero la dueña que también se encontraba
presente y lo observó, insistía:
-“Tira esa taza y échate otra vez, porque
hay muchas moscas y ha debido de caerte alguna.”
Así lo hice, tiré el café que había en la
taza y volví a llenármela. Al instante, tiré de nuevo el café , dándome cuenta
que por la calor, las moscas ya se encontraban muertas dentro de la cafetera.